Más mundano que los encendidos versos de amor de Gerardo Diego, que comparaba las altas torres de la catedral compostelana con su apasionado deseo, el autor de Los gozos y las sombras dedicó un amplio volumen,  a la ciudad y sus gentes.
​​​​​​​"Mala gente los hosteleros --escribe  Gonzalo Torrente Ballester en Compostela y su ángel--. Vivían del peregrino, se enriquecían a su costa, le robaban si podían, y si la muerte llegada de improviso, se aprovechaban de la muerte. Marrulleros y listos como ellos solos, conocían las artes atractivas, los trucos eficaces, las palabras amables, los sonidos dulces. Desde su origen retuvo la profesión sus puntas y ribetes de picardía, ejercitada con éxito sobre la gente espiritual e ingenua, como peregrinos y andantes caballeros. Afonso IX de León, si por otras cosas no mereció la gloria inmediata, por lo menos, habría alcanzado un alivio de las penas temporales por sus disposiciones en beneficio de peregrinos a Compostela, según las cuales se castigaban con varias multas los delitos que hosteleros y albergadores pudieran cometer...
Hermosa institución protectora, posteriormente tan solo ornamental, fue la de los Caballeros de Santiago. Acompañaban a los peregrinos, protegiéndoles de riesgos y emboscadas, como se dijo.
  Llevaban sobre la capa blanca una hermosa cruz de sangre, cuyo extremo inferior remata en punta de espada, y lo otros tres son lirios florecidos. Hoy se ha multiplicado su presencia, se ha abusado de ella. Cualquiera de los horribles objetos con falso sabor local que en Santiago se expenden la llevan grabada en cualquier parte."
Independientemente del carácter gruñón de Torrente y la razonable crítica de los “souvenirs”,  conviene no olvidar el objetivo del viaje: solo ver el Pórtico de la Gloria, independientemente de que uno tenga fe o carezca de ella, merece la pena. Álvaro Cunqueiro, con el que hemos transitado en estas paginas, relata: 
"Santiago tenía siete puertas. Los peregrinos entraban por la que llevaba a la actual rúa de la Azabachería y a la fachada norte de la catedral. Frente a ella había una fuente, regalo de un francés, Bernardo el Tesorero, para apagar la sed de los romeros. Ya están los peregrinos, cientos y cientos, cubiertos de polvo, sudorosos, en la iglesia de Jacobo el Mayor. Uno se imagina el río de almas entrando en la basílica bajo el hermosísimo puente —Juicio, Infierno y Gloria—, del Pórtico de la Gloria. A la derecha, en la nave de la Epístola, están los confesionarios de los canónigos lenguajeros. Los peregrinos pueden confesarse en inglés, en alemán, en francés, en italiano, en húngaro… En el altar mayor, está Jacobo, majestuoso y a la vez humano, esperando el abrazo de los que han aceptado visitarle. Santiago acepta todos los abrazos, pero los canónigos medievales, de fino olfato, mandarán labrar el gran incensario que llaman botafumeiro, y que de nave a nave vuela, para perfumar la catedral y que el incienso no permita oler el sudor de los romeros. Hay quien murió al llegar ante el altar, como aquel príncipe de Aquitania que ocho o nueve veces fatigó el Camino Francés: Gaiferos de Mormaltán“.

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