Isidro G. Bango Torviso, en el ya citado El camino de Santiago, Espasa-Calpe, 1993, refiere que los folkloristas Losada Díaz y Seijas Vázquez dan cuenta de una leyenda sobre un caballero-peregrino herido durante un asalto:
"El caballero francés "resultó" malherido en un asalto de los bandoleros, siendo recogido por el castellano --de la fortaleza de Pambre--, cuyas dos hijas le atendieron con toda solicitud, hasta que, restablecido, pudo continuar la romería, no sin dejar conturbado el corazón de sus dos hermosas y gentiles enfermeras, que se habían enamorado de un doncel de tan bellas prendas. No fue tampoco el galán insensible a los dulces encantos de aquellas jóvenes encantadoras, por lo que, después de cumplir su voto, regresó al castillo en donde se casó con la más joven de las doncellas, marchando con ella a su patria luego de celebradas las bodas.
La otra hermana los vio partir desde lo alto de la torre, siguiéndoles con nostálgica mirada hasta que sus figuras se perdieron en la lejanía, y desde entonces todos los días subía al mismo lugar para otear el horizonte, con la soñada esperanza de ver retornar de nuevo al ser amado, y languideciendo en este empeño infructuoso, murió en ansia y sed de amor, sobre las almenas de la torre, en un apacible y suave atardecer".
Y es que hay peregrinaciones que no son tan pías o tienen desenlaces "non sanctos". Véase, por ejemplo, la que relata Álvaro Cunqueiro en uno de los capítulos de La bella del dragón. De amores, sabores y fornicios, Tusquets Editores, en la edición de César Antonio Molina:
"Leyendo un fabliau francés medieval, me encuentro con unos peregrinos de Santiago que hicieron noche en una posada a cinco leguas de Tolosa de Francia, y eran gente muy comedida, los más del grupo criados de un rico señor de Borgoña, quien viajaba por si el Apóstol que yace en Galicia le daba salud, le quitaba la flojera y lo ponía en forma para la vida marital, que estaba recién casado. No bien hubieron llegado a la posada, tumbaron a su señor, los fieles servidores, en un lecho de almohadas de Flandes, todas rellenas de plumas, y le dieron una merienda de mollejas de gallo con nata y miel. Viendo lo cual, la dueña de la posada, que era una viuda muy hermosa y todavía joven, el cuerpo largo y la falda abierta por el lado izquierdo desde la cadera, a la moda narbonense, se permitió decir que si el buen caballero tenía la mayor parte de su febleza en lo que sospechaba, que bien le aprovecharía la peregrinación a Compostela, pero que también le convendría el quedarse una semana de cuarto creciente en su posada. Y el creciente surtía aquel día. El borgoñón le preguntó en un aparte si había conocido casos como el suyo, que consistía en no poder dejar de pensar en aquello, gozar desmedido en sueños, y cuando tenía el fruto al alcance de la mano, no encontrar que meter y sacar. ¡Y lo que le gustaba la mujer! La posadera le aseguró, con el testimonio de un físico que estaba allí, dedicado a hacer acopio de sanguijuelas para la facultad de Monpellier, que más de tres salieron de su casa, habiendo entrado poco menos que en camilla, muy activos, y tan de continuo en la obra como en el mazo de la herrería del arzobispo. La posadera tenía una casa en el campo, a un cuarto de hora de la posada, y a ella fue llevado el borgoñón, quien quedó allí en soledad, solamente en compañía de un paje de música de su séquito, un flautista aficionado a los aires alegres.
Y no más salir la luna, vino la posadera en camisa al lecho del caballero, y por su mano le dio la cena, que lo era de ancas de rana guisadas, y de capirote un vaso de agua de anís. Cenado el de Borgoña, recibió de la posadera un masaje de vientre, terminado el cual, ella misma puso al caballero a orinar en una maceta , envolviéndole después el miembro muy cuidadosamente en un ubre seca de cabra, no sin antes darle unos toques para ver que dureza alcanzaba. Era más bien poca. Y no hubo en dos días otras comidas que las ranas guisadas y los refrescos de anís, y el mero ritual y la envoltura en la ubre de cabra, y los toques acostumbrados, y sin otra novedad que ya al tercer día apareció la `posadera desnuda para hacerle la cura al huesped. Hubo unas friegas especiales, y al término de ellas el caballero se mostró dispuesto, y cubrió a la posadera con cierta alegría. Y ya pasó la semana del creciente en tratamiento y pruebas, tal que al final se dio un baño de anís, pagó la cura en oro, y diciéndole a los suyos que ya no había flojera y sí fuerza viril, dispuso suspender la peregrinación y volver a Dijon, donde lo esperaba su condesa para el desvirgue..."